“Inspiración: abrazar el saber que no nos pertenece”, escribe Jezreel Salazar en uno de los aforismos que componen Nadie viene. No dice la frase “apropiación”, no dice, tampoco, “genealogía”; hacerlo sería suponer que alguien se esconde detrás de lo que se escribe, que alguien se presenta en lo que escribimos. En cambio, los aforismos de Salazar se mueven en otra coreografía de las referencias: nadie viene porque los huéspedes posibles (en ambos sentidos: quien recibe y quien es recibido) no llegan, ya estaban presentes. La escritura aforística de Jezreel Salazar escapa a la necesidad de entregar perlas cerradas del saber, lo suyo es la apertura y el reconocimiento: la gramática de las formas comunes que envuelven y propician la duda, la advertencia y la reflexión. En la tradición literaria del aforismo, lo esencial suele ser pensado en la unidad indisoluble de la contundencia. Una frase que se cierra como un puño para que quien la lee piense en compañía del aforista; una frase que se antoja las más de las veces edificio
compacto, átomo de estilo. En Nadie viene no hay frases de otros; todo se encarama al interior del discurso, por ello tampoco hay frases propias. Todo aforismo, en este caso, es una apertura, un principio de ramificación de lo que se va construyendo en conexión. Más que mónada, un aforismo aquí es fractura del que sigue, y éste, a su vez, del siguiente. La escritura es un deseo de lo que se multiplica: una frase atrae a otra y se aleja de sí. Una escritura que desea para alejarse hacia lo otro y extraviarse.
Roberto Cruz Arzabal