Viajar es conocerse. El vagabundeo puede devenir en experiencia mística. Nunca la otredad despierta más incertidumbres que al estar en otro lado. El sentido de la identidad es entonces una duda constante, una autoafirmación inconsciente. Hay lugares, sin embargo, que son en sí otro lugar. Toda frontera es un amasijo, una hibridación, un cruce de sensibilidades. El alivio de los ahogados se inserta el mundo fronterizo, en el palpitan los límites de un lenguaje en trance de cambio, mutación y repliegue (el spanglish muestra con disimulo sus potencialidades expresivas); un libro liminal que ilustra una propuesta (y la apuesta) distintiva de la estéticas de los confines. Cruzar la frontera, algo cotidiano, se vuelve un periplo que revela los humores del desencanto. Ciudad Juárez, el Puente Córdoba, New México, Las Cruces. Los encuentros y la fiesta; las esperas y la huida. El hastío encubre el desencanto de la vida: “Dios existe pero no nos quiere”. Incluso en el peor viaje se descubre que toda salida ilustra y en esas pequeñas
enseñanzas construyen la experiencia. Se trata de una novela de interpolaciones, fragmentos a maneras de viñetas, en los que el lenguaje es la primera interrogante, porque más que un “localismo chicano”, Luis Felipe Lomelí nos recuerda que el pochismo es un fenómeno universal. La novela en esencia una búsqueda. Los personajes se desenvuelven en el tránsito de una fuga; se trata de una historia de olvidos y de escapes.