Soy de tus manos, de Édgar Mena, es un soliloquio sobre la mujer ausente. Esta mujer no es la amante erotizada ni la madre perdida ni la hermana entrañable, sino un ser que las reúne a todas, carente de una fisonomía definida y que, de tan invocado y evocado, termina por ser más un campo magnético que un ser de carne y huesos. Puede que esté muerto, porque muestra afinidades con todo lo que es rugoso y duro (los árboles, las nueces, el invierno), pero tampoco podríamos asegurarlo. Como un salmo repetido hasta el trance, el poeta elige el camino de la pequeñez para hacerse oír; la reiteración de la espalda de aquella a quien invoca, es la prueba de que fue abandonado; no tiene fuegos de artificios que ofrecer, sólo la mirada fija del obseso, y decide jugar esta carta. El poema termina por ganarnos con su murmullo y aceptamos sus reiteraciones como se acepta una plegaria.