La escritura de Alejandro Tarrab es luminosa, pero no está hecha para la contemplación; lo que se filtra a través de sus palabras es una luz que desgarra. La primera desgarradura, la separación de la voz del propio cuerpo. La voz como grito, como un atávico glissando que atraviesa edades y que, capaz de configurarse en muchas músicas, no pierde consciencia de su precariedad; poesía, pero también algo más. Ensayos malogrados, sin perder un ápice de la capacidad transgresora de su poesía, le suman a su escritura una potencia reflexiva que la convierte en una suerte de fresco en permanente transfiguración y crecimiento. Pero sus figuras no dejan intactas —cual pulcros muros renacentistas— las superficies sobre las que se extienden sino que se adentran en ellas y revelan su verdadera consistencia; porosidades, huecos, hendiduras. Luminosa y desgarradora, la escritura de Alejandro Tarrab, sospecho, parte del deseo de destruir las mediaciones simbólicas y descubrir, siquiera fugazmente y a costa de su misma permanencia, la relación
visceral, literalmente orgánica entre vida y lenguaje. ¿No era la vida lenguaje ya?
Juan Manuel Portillo